sábado, enero 06, 2007

Barroca Historia del Paquete u Homenaje a los Cadetes

El borracho que le hablaba del mundial lo interrumpía al pensar para escaparse de la lluvia. Antes o después, la lluvia tiene que ver con el proceso de inspiración.
El viaje resultaba arduo. Jamás había tenido esa sensación en sus años de pasajero; el colectivo, medio de transporte que él conocía y hasta disfrutaba, estaba siendo irreconocible.

El lunes feriado desacató la tradición y tuvo mucho más tránsito que los feriados en general. ¿Tanto frío hace, que la gente ya no se va a los puntos turísticos? La mezcla de olores, alientos y humedades se hacía cada vez menos soportable. Nada podía ser más asqueroso. Buscó entre los usuarios del servicio alguna chica atractiva o algún personaje llamativo. El fracaso llegó para ambos objetivos tan rápido como registró todo de un vistazo. Nada, ni siquiera una conversación interesante. Aguantó la respiración para no inhalar un bostezo ajeno y se bajó.

De repente, la calle amagó con iluminarse. El sol se animaba a asomar, pidiendo permiso, pero fue solo un intento de segundo amanecer.


Él caminaba ya la tercera cuadra esquivando charcos y desatenciones caninas. Se detuvo en la puerta de un edificio gris, que no contaba con nada para ofrecer a quien se ocupara de observarlo, y tocó el timbre. Subió acomodando su imagen, contento, en el espejo del ascensor: el nuevo pelo negro le quedaba mejor de lo que había imaginado, destacaba los ojos claros y las facciones. Prolongó la estadía en el cuartito que sube y que baja, mejorándose el flequillo.

Lo recibió una blusa próxima a la treintena, que viéndolo tiritando y con el pelo mojado, no dudó en invitarlo a pasar luego de tomar el paquete. Al segundo sorbo de café, los deseos empujaban con fuerza a las ilusiones, que se dejan llevar. Gastón sabía que eso de que una abogada celebre con un cadete que viaja en colectivo y que –además- trabaja los feriados, apenas ocurría en las producciones cinematográficas con guionistas sin sueldos exuberantes. Eso lo llevó a depositar las ilusiones, aquellas que se dejan llevar, donde estaban. Pero las ganas regresaban, cada vez más insistentes, ante cada movimiento de piernas y comentario de la abogada que pudieran envolver el más mínimo mensaje de sugerencia. Al terminar el café, pensó en qué poco inteligente fue no dilatar la infusión. Pero en un tercio de segundo, concluyó que habría sido una pésima elección, ya que el café frío es espantoso.

Una tercera voz salió de algún ambiente, se puso un saco y se fue. Sorprendido, Gastón pensó en que quizás hubiera aún más gente que la hospitalaria abogada y él, e inconscientemente comenzó a rendirse. Para abolir completamente cualquier vuelta de esas cosas intangibles, que se dejan llevar, buscó y encontró un anillo en un dedo anular de enfrente. Lastimosamente, fingió estar apurado y tomó su abrigo, durmiente próximo a la estufa. El mismo ascensor lo depositó en la planta baja y nuevamente en el estudio, porque todas las personas permanecen adentro cuando la puerta de calle está con llave. Pidió ayuda desde el palier, explicando. Suavemente, Cristina cerró la puerta tras de sí y entró al dos por uno móvil, decorado con una alfombra que denunciaba falta de cuidado e higiene. Dejó caer las llaves al piso y tardó exactamente el tiempo necesario para sorprender de felicidad al obnubilado cadete que jamás espera una ínfima atención. Los cadetes siempre son los últimos, en los que nadie piensa, los que sufren el calor y el frío, los que conviven con el estrés del microcentro, los que… pensaba eso cuando los vaqueros cayeron, ensuciándose con la alfombra que denunciaba falta de cuidado e higiene, y las puertas rosas, amables, lo internaron en su interior con atención y dulzura, y con otras bondades que se potenciaron por ser un evento tan esperadamente inesperado, la antesala de lo que no fue.


Algunos minutos después, el muchacho caminaba en dirección a la parada de un colectivo parecido a otros, que le traería sensaciones conocidas. Pero no sería lo mismo.