martes, julio 14, 2009

María, yo tengo un pasado.

María, yo tengo un pasado.
Te pido disculpas, más que nada por haberte ocultado algo y por ende no haber sido cien por ciento sincero. Te pido disculpas también por decírtelo así, como si te tirase un baldazo de agua fría en cualquier mañana de invierno. Pero yo tengo un pasado.

No tengo veintidós años, como te dije. Tampoco tengo los veinticinco que me diste cuando intentabas adivinarme la edad. Tengo treinta y ocho; pero qué bien llevados, María, ¿no es cierto? Tampoco soy estudiante de música, como te hice creer. Toco la guitarra de oído y creo que en total no llegué a ir a cinco clases. En mi vida me senté en un piano y yo no me doy cuenta, pero me dijeron que no soy capaz de mantener el ritmo. Pero yo tengo un pasado, María. Aún con todo, me recibí de ingeniero nuclear en el '96, trabajé en algunas empresas, me fui un par de años a Estados Unidos y luego me enviaron a una base de investigación en la Antártida. Viví en la base desde el 2005 hasta marzo del año pasado. Ya te habrás dado cuenta, porque sos una chica lista, María, de que no estuve en Europa, como te dije. Nada me llama menos que ese continente chiquitito que hasta me genera claustrofobia. Estuve en la base de la Antártida.
En la base se aprenden muchas cosas, María. Y cuando vos me hablabas del desapego y de la soledad, del desapego y de la Soledad, yo me mordía los labios y me aguantaba decirte que desgraciadamente, yo de eso sé más, mucho más que vos. Porque vos estuviste sin ver a tu familia, pero yo estuve en una base en la Antártida. ¿Vos sabés qué es una base en la Antártida? No, no tenés ni idea.
La vida en la base es más o menos la siguiente: se llega, y en el medio de la blancura eterna e interminable y del viento ensordecedor, se conoce a los -casi- concubinos de los próximos dos años. Creo que con suerte éramos veinte: cinco gendarmes y el resto científicos e investigadores. Tres de ellos estaban con sus esposas, las únicas tres mujeres de toda la base. Muchos de nosotros teníamos nuestras computadoras portátiles, pero había una sola conexión a internet (imaginate María, compartir una ficha con diecinueve personas), entonces la comunicación con mi gente tampoco era tan fluida.

El gran evento tenía lugar cada seis meses, cuando llegaba el rompehielos con las provisiones para la siguiente mitad del año. Veíamos otras caras y nos llegaban algunas cartas. Tres días después, el barco se iba. La despedida del rompehielos era un momento muy triste para mí; por eso me sumergía en el trabajo, para no pensar demasiado en esas personas y en esas cosas que tenía lejos.

Yo vivía en el iglú. Vos, calentita en tu casa francesa y mediterránea, pasándote horas en tu cuarto de los libros, conociéndote con Sartre y Hannah Arendt y toda esa gente, y yo en el iglú, investigando y cagándome de frío en el iglú. Mi iglú era, digamos, un pequeño monoambiente. En mi iglú entraba una suerte de cama (consistente en muchas bolsas de dormir y frazadas gruesísimas contra las que tenía que luchar largamente si se me ocurría cambiar de posición al dormir, todo apoyado sobre una montañita de hielo de medio metro de altura), mi valijita con ropa, un par de libros y todas las camperas y abrigos y botas en una especie de armario abierto que tenía en la pared de hielo. A un costadito había una mesita de metal, chiquitita y espantosa, que hacía de escritorio, donde yo tenía algunas herramientas y un portarretrato. Todavía puedo oler el hielo... de hecho, adentro del iglú no se olía otra cosa. Era como tener la cabeza metida adentro del freezer. Felizmente, por mi experiencia y mi curriculum, yo tenía un iglú para mí solo; no lo compartía con nadie. Los gendarmes vivían todos juntos (tres en un iglú y dos en otro) y los científicos que estaban con sus esposas vivían con ellas. Del resto de los investigadores, la mayoría compartía el espacio. Hasta ahí el tema de la vivienda.

Vos podrás pensar, María, cómo seguir adelante ante la falta de compañía o pareja. Y sí, no es fácil si uno viaja solo. Máxime habiendo tres mujeres en toda la base y estando con sus maridos. En ese sentido, intentar cualquier cosa con dichas mujeres habría sido el peor de los errores: la base es mucho peor que cualquier pueblo pequeño. Con tan pocos habitantes, una cosa así llega a los oídos de todos en cuestión de segundos.
Yo sobrellevaba estas ausencias escribiendo cartas a muchas chicas que conocía, algunas habían sido novias mías y otras no. De esta manera, cada vez que llegaba el rompehielos yo depositaba una docena de cartas, la mayor parte me respondía y así yo iba teniendo cierto vínculo con mujeres, a quienes escribía dos veces por año. Porque aunque sea lejos, es muy valioso saber que alguien piensa en uno. De esto, María, sabrás tanto como yo. Cerramos de esta manera la parte en la que hablo de los afectos.

Aún en estas condiciones, tuve una novia. Debí apelar a mi creatividad, pasar momentos y momentos pensando en aquellas que vivían en el continente y no en la Antártida, como yo. Pero tuve una novia. A mi novia le puse el nombre de una de mis amigas por carta, se llamaba Nancy. Nancy era una de las focas que venían a la base a visitarnos durante los seis meses que dura el verano. "Verano" es una manera de decir, desde ya, porque con -35 °C vos no pensarías en el verano. Volviendo a lo otro, a decir verdad nunca supe si Nancy era una foca o un lobo marino, pero creo que era hembra. Al terminar la jornada de trabajo, todos volvían a sus lugares a descansar, y yo me sentaba y me quedaba un rato, no más de una hora, entre las focas o lobos marinos o lo que sea, que salían del mar e interactuaban muy cerca mío. Llegaban en grupos cuando nosotros estábamos por terminar, y se quedaban hasta que nosotros nos dormíamos. Luego volvían al agua y hasta la próxima. El grupo volvía a tirarse al agua y yo, las veces que me quedaba afuera, noté que uno de los integrantes permanecía un ratito más, un minuto, jugándome alrededor. Esto me llamó la atención, y observé que el proceso era siempre el mismo; el grupo llegaba a la misma hora, se iba a la misma hora, y uno de ellos se quedaba un momentito más (aunque me cueste identificar a cada animal por separado, yo creo que Nancy siempre era Nancy). Nancy no podía guiñar un ojo, por lo que tomé este gesto, el de quedarse conmigo, como su manera de demostrarme algo. Antes de que terminara el "verano", junté valentía y en ese ratito que tuvimos solos, me puse en cuclillas, nos miramos un instante y le pregunté si quería ser mi novia. Nancy palmeó sus aletones o patas, hizo un súper gesto como diciendo que sí con la cabeza (varias veces, como ratificando) y se echó al agua. Esa noche me dormí con una sonrisa. Nos vimos los días subsiguientes, la extrañé los siguientes seis meses (por suerte, en el medio de ese lapso vino el rompehielos y yo pude paliar un poco mi angustia) y volvimos a vernos. Con la llegada del invierno (en la Antártida las estaciones se dividen en "invierno" y "verano", un verano mentiroso pero se llama verano. No hay primaveras ni otoños) se fue Nancy con su familia y me fui yo en otro rompehielos que vino a buscarme a mí y a un par de gendarmes, dejando en la base a otros dos científicos y a tres o cuatro gendarmes más. Nancy y yo nos despedimos en varios días; yo quise enseñarle algunas palabras en español pero ella se rehusaba, no quería. La comprendí, y entonces fui yo quien aprendió su idioma. Los últimos quince días, es decir las últimas quince veces que nos vimos, aproveché cada segundo del minutito que teníamos a solas para sentarme, quedar a su altura y mover las aletas (bueno, yo tengo manos) y la cabeza de la manera en la que ella lo hacía. Espero haber logrado aprender algunas cosas básicas de la comunicación de las focas o lobos marinos, o lo que sea la especie de Nancy.

Al volver al continente me sentí extraño. En la Ciudad donde vivimos hay demasiada gente, todos hacinados. No saben nada de la Antártida. Algunas de las chicas con las que me escribía me llamaron, una me fue a buscar a Mar del Plata (porque el rompehielos me dejó en Mar del Plata). Unas pocas insistieron más y otras desistieron al primer llamado. Y yo... yo sentía que no tenía nada que ver con ellas, que ellas eran parte de la base y que la base estaba en la Antártida y yo, ahora, en el continente. No las veía como chicas que ahora pudieran ser mis compañeras. No obstante guardo todas y cada una de sus cartas entre mis objetos más valorados.
Una vez asentado en Buenos Aires, conseguí un trabajo que no tuviera nada que ver con lo que hice en la base y meses más tarde te conocí a vos. Y ahora, que me estás dejando, quise mostrarte esta parte, esta otra parte, que no conocías y que probablemente ni siquiera te hayas imaginado. Porque como te dije al comienzo, yo tengo un pasado, María.

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