lunes, noviembre 02, 2009

Edmundo

Como bien sabe todo el mundo, ser alto es un beneficio del que los petisos nunca gozarán.
Edmundo también era consciente de esto, y su metro sesenta y uno no era de lo más seductor en las boats y las kermeses, en las que las chicas siempre elegían a Rubén o Héctor o alguno de esos que miraban a Edmundo desde arriba. Inútilmente, Edmundo intentaba rescatar otros valores, recitarle a las chicas Rimbaud en perfecto francés, sorprenderlas con rosas blancas o tocarles Chopin o Gershwin en el piano. Pero ellas, que en su mayoría quedaban altas para Edmundo, seguían aceptando a Rubén o Héctor, que de francés ni oui, en su vida se sentaron al piano y cómo iban ellos a comprarle flores a una mina.

Así pasaban los días de Edmundo, que terminó el colegio y comenzó a estudiar Letras. Así pasaban los días de Edmundo, que viajó a Mendoza a participar de unos cursos y conoció a un grupo de chicas locales. Así pasaban los días de Edmundo.
Las mendocinas, poco acostumbradas a recibir visitas desde Buenos Aires, poco acostumbradas a los congresos y cursos literarios pero sobre todas las cosas, poco acostumbradas a conocer a tipos como Edmundo, quedaron fascinadas. Una de ellas, Norma Páez, fue la afortunada que logró la atención de nuestro protagonista. Norma y Edmundo se casaron entre arroz y montañas, Edmundo hizo carrera y el matrimonio compró una casa con vista al valle.

Todo fue bien: las cosas prosperaron y la pareja, aunque sin hijos, era feliz.
Hasta que una noche, Edmundo soñó con su lejana y joven Buenos Aires, con sus días de boats y kermeses y con esas que preferían a los altos. Pensó en ese sueño durante toda la semana y se propuso volver, ganarle a sus recuerdos, reconquistar a las chicas jamás conquistadas, olvidándose de olvidarse de Norma Páez. Ahora que era una personalidad de la Literatura, un referente conocido en todo el país, alguien al fin, juntó sus cosas y sin explicar nada, se tomó un micro.
No pudo dormir ni un minuto durante el viaje.

Llegó a la gran ciudad hecho un campeón, y fue a golpear la puerta de cada una de sus rechazadoras.
Edmundo se encontró lo siguiente: una estaba casada y con hijos grandes, otra se había ido a vivir a Estados Unidos, otra había fallecido unos años antes (Edmundo lo lamentó profundamente). Pero la última, que se llamaba Graciela Retti, lo recibió sorprendida y lo hizo pasar a tomar un café. Edmundo no sabía bien qué decir, mas improvisó y de a poco fue armando un discurso, contando de sus logros en su actividad, de lo lindo que es Mendoza y tal. Graciela escuchaba y preguntaba algunas cosas que Edmundo respondía, animado. Hasta que nuestro héroe pensó que sería el momento justo del ataque, en puntitas de pie esbozó un beso y Graciela no se lo correspondió. Para Edmundo, las rechazadoras no cambian con el tiempo.
Graciela levantó las tazas de café y dijo que ya eran las cinco, que estaba por llegar algo parecido a su pareja (utilizó un término que Edmundo no pudo retener) y que quizás sería mejor seguir otro día, o que Edmundo se las tomara, que para el caso era lo mismo. Edmundo, empequeñecido aún más por la vigencia de su derrota, tomó su campera y su bolsito, despidió y se subió al ascensor. Al bajar, saludó cortésmente a un hombre que esperaba en el hall, cuya cara le parecía conocida. Y caminando unas cuadras después, lo tuvo. ¡Era Héctor, claro! Con el pelo gris y una camisa espantosa. ¿Lo habrá reconodio y se hizo el boludo? ¿Le habrá pasado como a Edmundo, que no lo distinguió inmediatamente? ¿Se habrán reído de él Héctor y Graciela?



Edmundo caminó a Retiro y se subió a un micro rumbo a Mendoza, esperando que Norma siguiera enamorada de él y jurándose que nunca más soñaría nada.

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